Por Nicolás García
Octubre de 2010
En vista de que los alumnos de los grados NOVENO y DÉCIMO tuvieron tantas dificultades frente al ejercicio de escritura que requiere todo trabajo académico (y en particular el trabajo en SEMINARIO), me di a la tarea de redactar este texto para inaugurar el blog que desde el diseño del curso se pensó como la plataforma ideal para registrar y aún debatir los avances. Mi propósito fue un poco que esta introducción cuente como la posición institucional del GIM respecto del estudio de la Constitución Nacional. Ojo, no sería nuestra posición sobre el texto mismo de la Constitución, sino precisamente sobre cómo y por qué estudiar la Constitución. Espero que puedan reconocer, pues, en mi escrito, aquellos principios que han regido todos nuestros cursos y que inspiraron las últimas fórmulas de evaluación del área. Se trata, en últimas, de la conciencia crítica.I
Hace doscientos dos años, el rey Fernando VII había perdido la guerra con Napoleón (casi el mismo día que fue coronado tras la abdicación de su padre) y por tanto tuvo que deponer su soberanía en España a favor de José Bonaparte, el hermano del emperador francés. Los franceses querían imponer algunas reformas liberales en toda Europa, pero por supuesto los pueblos más conservadores como Portugal y España se oponían (también se oponían los ingleses, quienes querían imponer las reformas ellos mismos). Así que el reinado de José no contó con la suficiente legitimidad entre las élites españolas, que encontraron una alternativa política para seguir llevando el timón: las Juntas de Gobierno.
Hace doscientos años, las élites criollas de la Nueva Granada, aprovechando la inestabilidad de la metrópoli, “importaron” esa forma política para “independizarse”, o sea, para seguir llevando el timón, pero sin tener que rendir, o pagar, tributo a España. Lo que pasó es que no se imaginaban que esta nave era muy grande y que, al no saber a ciencia cierta hacia dónde debían dirigirla, entraron en conflicto: algunos querían que sí se impusieran las reformas francesas, otros preferían las inglesas; otros, en cambio, como los dueños del mercado de esclavos, preferían aferrarse a las viejas “costumbres”. Encima de todo, los indígenas y los esclavos y los campesinos, que de algún modo veían en todo el revuelo alguna posibilidad de redimir sus existencias, apoyaban algunas cosas de cada partido, pero siempre deplorando muchas otras. Por eso es que ese período de nuestra historia se conoce como “La patria boba”, con un montón de golpes de ciego y guerras intestinas en donde siempre la peor parte la llevaba el pueblo, que no conducían a ningún tipo de estabilidad. Por eso es también que, en 1816, Fernando reconquistó esta colonia con un ejército diezmado y casi en quiebra debido a su propia guerra de independencia contra Francia.
En 1819, Bolívar reunió al Congreso de Angostura y sostuvo uno de sus mejores discursos políticos. En él, hizo un profundo análisis crítico de la situación, evaluando perspectivas para constituir una nación verdaderamente unida. Sólo así se consolidaron las bases de una verdadera liberación, proeza no menor, pues se enfrentaba a los generales que habían vencido a Napoleón en 1814.
Desafortunadamente, los sueños de unidad que Bolívar plantó también fueron traicionados. Luego de la disolución de la Gran Colombia en 1830, la historia fue la misma: algunas clases dirigentes peleándose por el poder, y el pueblo en la mitad, sin poder exigirle dignidad a nadie. La Constitución de 1886, que rigió al país hasta hace muy poco, tampoco fue puntal de unidad: en 1903 se separó Panamá, por ejemplo, y las guerras intestinas siguieron su curso hasta las peores manifestaciones como la Guerra de los mil días. En 1948, tras una solitaria y heroica resistencia moral y política, iniciada en su denuncia de la masacre de las bananeras, fue asesinado el único Senador que había sentado su voz de protesta: Jorge Eliecer Gaitán. Hasta entonces, el destino de la Nación había estado en manos de casi las mismas familias que se habían “independizado” de los españoles en 1810 y que habían terminado por dividirse, radicalmente, entre conservadores y liberales.
Cuando el pueblo por fin logró unirse en torno a una misma idea de destino, estas familias supieron unirse también. El General Gustavo Rojas Pinilla, que había alcanzado el poder sin pertenecer a ninguno de los dos bandos hegemónicos, tuvo que renunciar y dar paso a lo que se llamó Frente Nacional: un pacto entre los poderosos para turnarse la burocracia durante un período de dieciséis años. Desde entonces, y a pesar de los asesinatos de tantos líderes políticos (Pardo Leal, Lara Bonilla, Galán) y a pesar de que negocios como el narcotráfico han encontrado respaldo en las clases dirigentes que se enriquecen con ellos, nuestra Nación ha seguido buscando esa unidad y esa libertad que nos darían definitivamente la paz. La Constitución de 1991 es, en ese sentido, todo un acontecimiento. Por primera vez los compatriotas han logrado reunir sectores tan diversos e intereses tan conflictivos en una misma ruta de navegación. A esa cita acudieron los liberales y los conservadores, pero también los indígenas y los negros de Colombia, los partidos de oposición (diezmados por la barbarie) así como nuevas fuerzas productivas del país.
II
Desde las leyes dictadas en los albores de la humanidad, como esta que Dios dio a Noé: “no comerás carne con sangre”; pasando por las tragedias que en Grecia surgieron por el conflicto entre las leyes divinas y las humanas, como cuando Antígona, según las primeras, debe enterrar a su hermano, pero no debe hacerlo según las otras; sin desconocer tampoco las leyes aborígenes de nuestra América, entre las que encontramos unas que nos parecen muy sensatas (como las de Bochica de bañarse y vestirse) y otras que nos parecen incomprensibles (como las de Yuruparí, en las que las mujeres no pueden escuchar o ver ciertos instrumentos), las leyes humanas han sido la medida de nuestra libertad.
Es verdad que ninguna ley se formula por sí misma, y sólo tras esfuerzos ingentes nuestro intelecto ha llegado a entender algunas de las que rigen la naturaleza: la piedra que cae, o la luna que cumple eternamente su ciclo, desconocen la ley de la gravitación universal; las especies en vía de extinción, desconocen las leyes de la genética. Y sólo nosotros, gracias a nuestro intelecto, podemos influir de manera deliberada en esas leyes, sólo nosotros podemos impedir que el agua siga libremente su curso.
En cuanto a las leyes que nos rigen a nosotros mismos, hace más de dos mil años que los dioses no nos dicen nada. Y dado que, a diferencia de los fenómenos de la naturaleza, nuestras acciones no ocurren sin nuestra intervención, más o menos deliberada, somos responsables de cada guerra y de cada injusticia en la sociedad. Y precisamente, en momentos de angustia, cuando estamos oprimidos por la violencia o los designios de intereses particulares, cuando nos preguntamos qué debemos hacer, la pregunta por el deber, por la ley, se hace urgente.
Y cuando, al leer la Constitución del país, nos dejamos ganar por el tedio pensando que todo eso no son más que palabras, y que no tiene sentido porque en realidad nada de eso se cumple, estamos asumiendo una posición primitiva, animalesca. O, en el mejor de los casos, infantil. Precisamente porque debemos forzar nuestro intelecto para leer las leyes humanas como lo que son: una ruta de navegación, un destino que nosotros mismos tenemos que elegir, no una crónica de lo que otros hacen, no una condena.
Y el modo en que todos nosotros, padres, maestros y discípulos podemos superar ese tedio simiesco y llegar a participar activamente de la construcción de una sociedad más justa pasa precisamente por ahí: por elevar nuestro intelecto, usar el poder de la razón para analizar el texto constitucional, reconociendo sus partes y el orden en que están dispuestas, profundizando en sus términos y comprendiendo la historia de sus conceptos. Sólo así podremos construir una visión lo suficientemente crítica de nuestro viaje común, y podremos sentir que en nuestros corazones, resuena la libertad que heredamos del trabajo de nuestros mayores, del silbar del huracán, y del curso del sol.